Al presidir el jueves por la tarde la Misa de la Cena del Señor, el Papa Benedicto XVI explicó en una extensa y profunda homilía sobre el sentido de la Cena del Señor, que la Eucaristía es el “amor hecho corpóreo” para el bien de la humanidad.
Esta fue la homilía pronunciada por el Santo Padre en la tarde del Jueves Santo en la Basílica Vaticana:
Queridos hermanos y hermanas:
Qui, pridie quam pro nostra omniumque salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así diremos hoy en el Canon de la Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra «hoy» en el texto de la plegaria, subrayando con ello la dignidad particular de este día. Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este «hoy» es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con el Canon entramos en este «hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace esto ahora.
Con la palabra «hoy», la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que prestemos gran atención interior al misterio de este día, a las palabras con que se expresa. Tratemos, pues, de escuchar de modo nuevo el relato de la institución, tal y como la Iglesia lo ha formulado basándose en la Escritura y contemplando al Señor mismo.
Lo primero que nos sorprende es que el relato de la institución no es una frase suelta, sino que empieza con un pronombre relativo: qui pridie. Este «qui» enlaza todo el relato con la palabra precedente de la oración, «…de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor». De este modo, el relato de la institución está unido a la oración anterior, a todo el Canon, y se hace él mismo oración. En efecto, en modo alguno se trata de un relato sencillamente insertado aquí; tampoco se trata de palabras aisladas de autoridad, que quizás interrumpirían la oración. Es oración. Y solamente en la oración se cumple el acto sacerdotal de la consagración que se convierte en transformación, transustanciación de nuestros dones de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Rezando en este momento central, la Iglesia concuerda totalmente con el acontecimiento del Cenáculo, ya que el actuar de Jesús se describe con las palabras: «gratias agens benedixit», «te dio gracias con la plegaria de bendición». Con esta expresión, la Liturgia romana ha dividido en dos palabras, lo que en hebreo es una sola, berakha, que en griego, en cambio, aparece en los dos términos de eucharistía y eulogía. El Señor agradece. Al agradecer, reconocemos que una cosa determinada es un don de otro.
El Señor agradece, y de este modo restituye a Dios el pan, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», para poder recibirlo nuevamente de Él. Agradecer se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él bendecido y transformado. La Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar en este momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice esta ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistía.
Hay otra particularidad en el relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar en esta hora. La Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular, encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos. «Tomó pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos con las que Él ha curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a los niños; en las manos que ha impuesto sobre los hombres; en las manos clavadas en la Cruz y que llevarán siempre los estigmas como signos de su amor dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas, para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor que nuestras manos sirvan cada vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su bondad.
Desde el inicio de la Oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 1), el Canon usa las palabras: "elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso". El Señor nos enseña a levantar los ojos y sobre todo el corazón. A levantar la mirada, apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia Dios en la oración y así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas pedimos al Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros entren las "vanitates", las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia. Pidamos que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y ensuciando así nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos que vean todo lo que es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de ver la presencia de Dios en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con ojos de amor, con los ojos de Jesús, reconociendo así a los hermanos y las hermanas que nos necesitan, que están esperando nuestra palabra y nuestra acción.
Después de bendecir, el Señor parte el pan y lo da a los discípulos. Partir el pan es el gesto del padre de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped, y se le permite participar en la propia vida. Dividir, com-partir, es unir. A través del compartir se crea comunión. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo. El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte. Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6, 51). El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. Esta transformación, sin embargo, quiere ser el comienzo de la transformación del mundo. Para que llegue a ser un mundo de resurrección, un mundo de Dios. Sí, se trata de transformación. Del hombre nuevo y del mundo nuevo que comienzan en el pan consagrado, transformado, transustanciado.
Hemos dicho que partir el pan es un gesto de comunión, de unir mediante el compartir. Así, en el gesto mismo se alude ya a la naturaleza íntima de la Eucaristía: ésta es agape, es amor hecho corpóreo. En la palabra «agape», se compenetran los significados de Eucaristía y amor. En el gesto de Jesús que parte el pan, el amor que se comparte ha alcanzado su extrema radicalidad: Jesús se deja partir como pan vivo. En el pan distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo vemos que la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el agape litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo.
Después del pan, Jesús toma el cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor da a los discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En él se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa rebosa» (v. 5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del Salmo como una profecía que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos prepara la mesa en medio de las amenazas de este mundo, y nos da el cáliz glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta verdadera que todos anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa la boda: ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte. En las palabras de la última Cena de Jesús y en el Canon de la Iglesia, el misterio solemne de la boda se esconde bajo la expresión «novum Testamentum». Este cáliz es el nuevo Testamento, «la nueva Alianza sellada con mi sangre», según la palabra de Jesús sobre el cáliz, que Pablo transmite en la segunda lectura de hoy (cf. 1 Co 11, 25). El Canon Romano añade: «de la alianza nueva y eterna», para expresar la indisolubilidad del vínculo nupcial de Dios con la humanidad. El motivo por el cual las traducciones antiguas de la Biblia no hablan de Alianza, sino de Testamento, es que no se trata de dos contrayentes iguales quienes la establecen, sino que entra en juego la infinita distancia entre Dios y el hombre. Lo que nosotros llamamos nueva y antigua Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino un mero don de Dios, que nos deja como herencia su amor, a sí mismo. Ciertamente, a través de este don de su amor Él, superando cualquier distancia, nos convierte verdaderamente en partner y se realiza el misterio nupcial del amor.
Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario. Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz (cf. ThWNT II 105-137). ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más aún, Él crea una "consanguinidad" entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús, por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos de su paz y, así, también en comunión unos con otros.
Sin embargo, ahora surge aún otra pregunta. En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede hacerlo? Todavía está físicamente presente entre ellos, está ante ellos. La respuesta es que, en aquella hora, Jesús cumple lo que previamente había anunciado en el discurso sobre el Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (cf. Jn 10,18). Nadie puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión y la resurrección. Lo que, por decirlo así, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir para siempre.
Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén
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