lunes, 13 de abril de 2009

La Pascua de Cristo "es verdaderamente nuestra esperanza", recuerda el Papa

En el "lunes del Ángel", el Papa Benedicto XVI presidió el rezo del Regina Caeli desde la residencia estival de Castelgandolfo, en el que destacó que la Pascua de Cristo resucitado "es verdaderamente nuestra esperanza".

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En efecto, explicó el Santo Padre, "resurgiendo de la muerte, Jesús ha inaugurado su día eterno. 'No moriré –Él dice– sino que quedaré en vida'. El Hijo del hombre crucificado, piedra descartada por los constructores, se convierte ahora en el sólido fundamente del nuevo edificio espiritual que es la Iglesia, su Cuerpo místico. El pueblo de Dios, que tiene a Cristo como su cabeza invisible, está destinado a crecer en el curso de los siglos, hasta el pleno cumplimiento del plano de la salvación".

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Entonces, continuó el Papa, "la humanidad entera será incorporada a Él, y toda realidad existente estará compenetrada por su total victoria. Así, como escribió San Pablo, Él será 'el perfecto cumplimiento de todas las cosas' y Dios será todo en todos'".

A continuación el Santo Padre resaltó que "se alegra por lo tanto la comunidad cristiana porque la resurrección del Señor nos asegura que el plano divino de la salvación se cumplirá ciertamente. Razón por la cual su Pascua es verdaderamente nuestra esperanza".

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"Y nosotros, resucitados con Cristo mediante el Bautismo, debemos ahora seguirlo fielmente en la santidad de vida, caminando sin parar hacia la Pascua eterna, con la conciencia de que las dificultades, las luchas, las pruebas, los sufrimientos de la existencia humana, en las que se incluye a la muerte, no podrán ya separarnos más de Él y su amor", añadió.

Por ello, precisó Benedicto XVI, la resurrección de Jesús "ha colocado un puente entre el mundo y la vida eterna, sobre el que cada hombre y cada mujer puede pasar para alcanzar la verdadera meta de nuestro terreno peregrinar".

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"'He resucitado y estoy siempre contigo'. Esta aseveración de Jesús se realiza sobre todo en la Eucaristía, y en cada celebración eucarística que la Iglesia, y cada uno de sus miembros, en la que experimentan su presencia viva y se benefician de toda la riqueza de su amor. En el sacramento de la Eucaristía, el Señor resucitado nos purifica de nuestras culpas, nos nutre espiritualmente y nos infunde vigor para sostener las duras pruebas de la existencia y para luchar contra el pecado y el mal".

Finalmente, el Papa explicó que Cristo "es el apoyo seguro en nuestra peregrinación hacia la eterna morada del Cielo. Que la Virgen María, que ha vivido junto a su divino Hijo todas las fases de su misión en la tierra, nos ayude a acoger con fe el don de la Pascua y nos haga fieles y alegres testimonios del Señor resucitado".

Jesús murió y resucitó para llenarnos de esperanza, dice el Papa

Miles de fieles y peregrinos estuvieron presentes en la Plaza de San Pedro para escuchar el mensaje Pascual y recibir la bendición y "Urbi et Orbi" -a la ciudad y al mundo-  del Papa Benedicto XVI, quien alentó a mantener siempre firme la esperanza pues es ese el sentido de la muerte y resurrección de Cristo: darnos esperanza.

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Citando a San Agustín, el Papa dijo: “«Resurrectio Domini, spes nostra», «la resurrección del Señor es nuestra esperanza». Con esta afirmación, el gran Obispo explicaba a sus fieles que Jesús resucitó para que nosotros, aunque destinados a la muerte, no desesperáramos, pensando que con la muerte se acaba totalmente la vida; Cristo ha resucitado para darnos la esperanza”.

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Respondiendo la pregunta sobre lo que sigue a la muerte, el Papa afirmó “que la muerte no tiene la última palabra, porque al final es la Vida la que triunfa. Nuestra certeza no se basa en simples razonamientos humanos, sino en un dato histórico de fe: Jesucristo, crucificado y sepultado, ha resucitado con su cuerpo glorioso. Jesús ha resucitado para que también nosotros, creyendo en Él, podamos tener la vida eterna. Este anuncio está en el corazón del mensaje evangélico”.

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Así mismo enfatizó que “desde la aurora de Pascua una nueva primavera de esperanza llena el mundo; desde aquel día nuestra resurrección ya ha comenzado, porque la Pascua no marca simplemente un momento de la historia, sino el inicio de una condición nueva: Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos, sino porque Él mismo vive en nosotros y en Él ya podemos gustar la alegría de la vida eterna”.

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“La resurrección –prosiguió el Papa- no es una teoría, sino una realidad histórica revelada por el Hombre Jesucristo mediante su «pascua», su «paso», que ha abierto una «nueva vía» entre la tierra y el Cielo. No es un mito ni un sueño, no es una visión ni una utopía, no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible: Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes fue bajado de la cruz y sepultado, ha salido vencedor de la tumba”.

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El Santo Padre también hablo de las realidades oscuras que amenazan nuestra existencia: “Me refiero particularmente al materialismo y al nihilismo, a esa visión del mundo que no logra transcender lo que es constatable experimentalmente, y se abate desconsolada en un sentimiento de la nada, que sería la meta definitiva de la existencia humana”.

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“En efecto-prosiguió-, si Cristo no hubiera resucitado, el «vacío» acabaría ganando. Si quitamos a Cristo y su resurrección, no hay salida para el hombre, y toda su esperanza sería ilusoria. Pero, precisamente hoy, irrumpe con fuerza el anuncio de la resurrección del Señor”.

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En el contexto del año Paulino, el Papa se refirió también a la figura de Pablo: “Fijémonos en este gran evangelizador, que con el entusiasmo audaz de su acción apostólica, llevó el Evangelio a muchos pueblos del mundo de entonces. Que su enseñanza y ejemplo nos impulsen a buscar al Señor Jesús. Nos animen a confiar en Él, porque ahora el sentido de la nada, que tiende a intoxicar la humanidad, ha sido vencido por la luz y la esperanza que surgen de la resurrección”.

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Más adelante Benedicto XVI reflexionó sobre el mal en el mundo y la necesidad de la cooperación humana afirmando que “si, por la Pascua, Cristo ha extirpado la raíz del mal, necesita no obstante hombres y mujeres que lo ayuden siempre y en todo lugar a afianzar su victoria con sus mismas armas: las armas de la justicia y de la verdad, de la misericordia, del perdón y del amor”.

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También mencionó algunas problemáticas actuales: “La difícil, pero indispensable reconciliación, que es premisa para un futuro de seguridad común y de pacífica convivencia, no se hará realidad sino por los esfuerzos renovados, perseverantes y sinceros para la solución del conflicto israelí-palestino.

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En un tiempo de carestía global de alimentos, de desbarajuste financiero, de pobrezas antiguas y nuevas, de cambios climáticos preocupantes, de violencias y miserias que obligan a muchos a abandonar su tierra buscando una supervivencia menos incierta, de terrorismo siempre amenazante, de miedos crecientes ante un porvenir problemático, es urgente descubrir nuevamente perspectivas capaces de devolver la esperanza”.

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“La resurrección de Cristo es nuestra esperanza. La Iglesia proclama hoy esto con alegría: anuncia la esperanza, que Dios ha hecho firme e invencible resucitando a Jesucristo de entre los muertos; comunica la esperanza, que lleva en el corazón y quiere compartir con todos, en cualquier lugar, especialmente allí donde los cristianos sufren persecución a causa de su fe y su compromiso por la justicia y la paz; invoca la esperanza capaz de avivar el deseo del bien, también y sobre todo cuando cuesta”, concluyó el Papa.

En Vigilia Pascual el Papa pide a cristianos ser fuente de agua viva para el mundo

En la emotiva liturgia de la Vigilia Pascual, el Papa Benedicto XVI llamó a los fieles a ser fuentes constantes de agua viva para el mundo, y aunque no se logre la estatura de los grandes santos de la historia, sí se alcance la santidad por medio de Cristo, de tal forma que el cristiano sea alternativa al “charco de agua putrefacta, o incluso envenenada”.

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Durante la Vigilia Pascual, el Santo Padre recibió a cinco catecúmenos en la Iglesia por medio del batusimo, entre ellos una adulta de China.

Esta fue la homilía del Papa:

“Queridos hermanos y hermanas:

San Marcos nos relata en su Evangelio que los discípulos, bajando del monte de la Transfiguración, discutían entre ellos sobre lo quería decir «resucitar de entre los muertos» (cf. Mc 9,10). Antes, el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección a los tres días. Pedro había protestado ante el anuncio de la muerte. Pero ahora se preguntaban qué podía entenderse con el término «resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros? La Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida hasta cierto punto comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar la noche de Belén, la alegría de María, de san José y de los pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué es? No entra en el ámbito de nuestra experiencia y, así, el mensaje muchas veces nos parece en cierto modo incomprensible, como una cosa del pasado. La Iglesia trata de hacérnoslo comprender traduciendo este acontecimiento misterioso al lenguaje de los símbolos, en los que podemos contemplar de alguna manera este acontecimiento sobrecogedor. En la Vigilia Pascual nos indica el sentido de este día especialmente mediante tres símbolos: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya.

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Primero la luz. La creación de Dios – lo acabamos de escuchar en el relato bíblico – comienza con la expresión: «Que exista la luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida, el caos puede transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen más inmediata de Dios: Él es todo Luminosidad, Vida, Verdad, Luz. En la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación como profecía. En la resurrección se realiza del modo más sublime lo que este texto describe como el principio de todas las cosas. Dios dice de nuevo: «Que exista la luz». La resurrección de Jesús es un estallido de luz. Se supera la muerte, el sepulcro se abre de par en par. El Resucitado mismo es Luz, la luz del mundo. Con la resurrección, el día de Dios entra en la noche de la historia. A partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.

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Tratemos de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz? En el Antiguo Testamento, se consideraba a la Torah como la luz que procede de Dios para el mundo y la humanidad. Separa en la creación la luz de las tinieblas, es decir, el bien del mal. Indica al hombre la vía justa para vivir verdaderamente. Le indica el bien, le muestra la verdad y lo lleva hacia el amor, que es su contenido más profundo. Ella es «lámpara para mis pasos» y «luz en el sendero» (cf. Sal 119,105). Además, los cristianos sabían que en Cristo está presente la Torah, que la Palabra de Dios está presente en Él como Persona. La Palabra de Dios es la verdadera Luz que el hombre necesita. Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19 compara la Torah con el sol que, al surgir, manifiesta visiblemente la gloria de Dios en todo el mundo. Los cristianos entienden: sí, en la resurrección, el Hijo de Dios ha surgido como Luz del mundo. Cristo es la gran Luz de la que proviene toda vida. Él nos hace reconocer la gloria de Dios de un confín al otro de la tierra. Él nos indica la senda. Él es el día de Dios que ahora, avanzando, se difunde por toda la tierra. Ahora, viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz.

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En la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de luz de Cristo con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez luz y calor. El simbolismo de la luz se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: verdad y amor van unidos. El cirio pascual arde y, al arder, se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al mundo. Todos nosotros encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las de los recién bautizados, a los que, en este Sacramento, se les pone la luz de Cristo en lo más profundo de su corazón. La Iglesia antigua ha calificado el Bautismo como fotismos, como Sacramento de la iluminación, como una comunicación de luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de Cristo.

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En el Bautismo, Dios dice al bautizando: «Recibe la luz». El bautizando es introducido en la luz de Cristo. Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos a entender. Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34).

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Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir. Cuánta compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir? ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos? ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan o exigirles algo que quizás no se les debe imponer? Él es la Luz. El cirio bautismal es el símbolo de la iluminación que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora, también san Pablo nos habla muy directamente. En la Carta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo.

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El segundo símbolo de la Vigilia Pascual – la noche del Bautismo – es el agua. Aparece en la Sagrada Escritura y, por tanto, también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo en dos sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza constante, pero al que Dios ha puesto un límite. Por eso, el Apocalipsis dice que en el mundo nuevo de Dios ya no habrá mar (cf. 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso se convierte en la representación simbólica de la muerte en cruz de Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte, como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la vida. Esto significa que el Bautismo no es sólo un lavacro, sino un nuevo nacimiento: con Cristo es como si descendiéramos en el mar de la muerte, para resurgir como criaturas nuevas.

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El otro modo en que aparece el agua es como un manantial fresco, que da la vida, o también como el gran río del que proviene la vida. Según el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía administrar el Bautismo con agua fresca de manantial. Sin agua no hay vida. Impresiona la importancia que tienen los pozos en la Sagrada Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al pozo de Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua de la vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el definitivo, que abre a la humanidad el pozo que ella espera: ese agua que da la vida y que nunca se agota (cf. Jn 4,5.15). San Juan nos dice que un soldado golpeó con una lanza el costado de Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34).

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La Iglesia antigua ha visto aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido Él mismo en el manantial. El profeta Ezequiel percibió en una visión el Templo nuevo del que brota un manantial que se transforma en un gran río que da la vida (cf. 47,1.12): en una Tierra que siempre sufría la sequía y la falta de agua, ésta era una gran visión de esperanza. El cristianismo de los comienzos entendió que esta visión se ha cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es la fuente de agua viva. De Él brota el gran río que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo, el gran río de agua viva, su Evangelio que fecunda la tierra. Pero Jesús ha profetizado en un discurso durante la Fiesta de las Tiendas algo más grande aún: «El que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). En el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz, sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto modo sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de un manantial. No hemos de pensar sólo en los grandes personajes, como Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Madre Teresa de Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la historia realmente ríos de agua viva. Gracias a Dios, las encontramos continuamente también en nuestra vida cotidiana: personas que son una fuente. Ciertamente, conocemos también lo opuesto: gente de la que promana un vaho como el de un charco de agua putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos al Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su verdad y de su amor.

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El tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular, y concierne al hombre mismo. Es el cantar el canto nuevo, el aleluya. Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla. Pero, ¿qué sucede cuando el hombre se ve alcanzado por la luz de la resurrección y, de este modo, entra en contacto con la Vida misma, con la Verdad y con el Amor? Simplemente, que no basta hablar de ello. Hablar no es suficiente. Tiene que cantar. En la Biblia, la primera mención de este cantar se encuentra después de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud. Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción del pueblo a este gran acontecimiento de salvación con la expresión: «El pueblo creyó en el Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex 14,31). Sigue a continuación la segunda reacción, que se desprende de la primera como una especie de necesidad interior: «Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron un cántico al Señor». En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos después de la tercera lectura este canto, lo entonamos como nuestro cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido rescatados del agua y liberados para la vida verdadera.

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La historia del canto de Moisés tras la liberación de Israel de Egipto y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente en el Apocalipsis de san Juan. Antes del comienzo de las últimas siete plagas a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece «una especie de mar de vidrio veteado de fuego; en la orilla estaban de pie los que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número que es cifra de su nombre: tenían en sus manos las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2s). Con esta imagen se describe la situación de los discípulos de Jesucristo en todos los tiempos, la situación de la Iglesia en la historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación contradictoria en sí misma. Por un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del Mar Rojo. En un mar que, paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe quizás la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través del fuego y del frío? Considerándolo humanamente, debería hundirse.

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Pero mientras aún camina por este Mar Rojo, canta, entona el canto de alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a fin de cuentas debería hundirse, la Iglesia entona el canto de acción de gracias de los salvados. Está sobre las aguas de muerte de la historia y, no obstante, ya ha resucitado. Cantando, se agarra a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas. Y sabe que, con eso, está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de gravedad de la muerte y del mal – una fuerza de la cual, de otro modo, no podría escapar –, sostenida y atraída por la nueva fuerza de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el momento, se encuentra entre los dos campos de gravitación. Pero desde que Cristo ha resucitado, la gravitación del amor es más fuerte que la del odio; la fuerza de gravedad de la vida es más fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es ésta realmente la situación de la Iglesia de todos los tiempos? Siempre se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada. San Pablo ha descrito así esta situación: «Somos... los moribundos que están bien vivos» (2 Co 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya ahora el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados: ¡aleluya! Amén.”

Jesús cambió el mundo muriendo, no matando, dice el Papa en el Via Crucis

Al concluir el solemne Via Crucis celebrado en el Coliseo Romano, el Papa Benedicto XVI se dirigió a los fieles presentes, así como a aquellos que siguieron la ceremonia vía radio o televisión, con una breves palabras en las que destacó que Jesús “ha cambiado el mundo no matando a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz”.

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Estas fueron las palabras del Santo Padre:

“Queridos hermanos y hermanas:

Al terminar el relato dramático de la Pasión, anota el evangelista San Marcos: «El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: "Realmente este hombre era Hijo de Dios"» (Mc 15,39). No deja de sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había asistido a la sucesión de las varias etapas de la crucifixión. Cuando la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel Viernes único de la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había consumado y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las pocas palabras, escuchadas de los labios de un comandante anónimo de la tropa romana, resuenan en el silencio ante aquella muerte tan singular. Este oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel Hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la Cruz, de la que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el «Hijo de Dios», como confesó el centurión «al ver cómo había expirado», en palabras del evangelista.

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La profesión de fe de este soldado se repite cada vez que volvemos a escuchar el relato de la pasión según san Marcos. También nosotros esta noche, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime del Crucificado, al final de este tradicional Via Crucis, que ha congregado, gracias a la transmisión radiotelevisiva, a mucha gente de todas partes el mundo. Hemos revivido el episodio trágico de un Hombre único en la historia de todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no matando a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este Hombre, uno de nosotros, que mientras es asesinado perdona a sus verdugos, es el «Hijo de Dios» que, como nos recuerda el apóstol Pablo, «no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

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La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad incluso en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Cristo murió en la cruz por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda.

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Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia.

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Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida?

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Detengámonos esta noche contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o sufriente, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras angustias.

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Hermanos y hermanas, mientras se yergue la Cruz sobre el Gólgota, la mirada de nuestra fe se proyecta hacia el amanecer del Día nuevo y gustamos ya el gozo y el fulgor de la Pascua. «Si hemos muerto con Cristo –escribe san Pablo-, creemos que también viviremos con Él» (Rm 6,8). Con esta certeza, continuamos nuestro camino. Mañana, Sábado Santo, velaremos orando con María, la Virgen de los Dolores, preparándonos así para celebrar, en la solemne Vigilia Pascual, el prodigio de la resurrección del Señor.

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Desde ahora, deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor Resucitado”.

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Adoración de la Cruz el viernes Santo

En el Ricaldone se desarrollo la Adoración de la Cruz, la tarde del viernes.

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Al final los jóvenes de Iglesia Joven toman una fotografía para el recuerdo.

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Vía Crucis en el Ricaldone

Con la dirección de los Salesianos Cooperadores y la participación de los grupos Juveniles del Ricaldone y la comunidad se realizo el Solemne Vía Crucis en el Ricaldone.

La primera estación a cargo de Iglesia Joven.

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El recorrido fue a lo largo de toda la Colonia Libertad.

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La participación de los fieles fue concurrida.

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El Padre René Santos a lo largo de las estaciones fue meditando la Pasión del Señor.

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La elaboración de Alfombras para el paso de la procesión.

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Las realizan con sal industrial o azerrin teñido.

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Presencia importante de Eje, Epre, Grupo Don Bosco e Iglesia Joven

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Se finalizo en el Templo Santo Domingo Savio

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