sábado, 16 de febrero de 2008

Mirando honestamente a la Compañía: luces y sombras

Escribe José J. Romero Rodríguez

En las paredes del Aula donde se reúne el pleno de la Congregación General se encuen-tran los retratos de los 27 primeros Padres Generales de la historia de la Compañía, empezando por San Ignacio y terminando por el P. Arrupe. El del P. Kolvenbach todavía no ocupa su lugar.



Mi sitio en el Aula, determinado por el orden alfabético, queda precisamente enfrente del retrato del P. Luis Martín, y tengo la sensación de que –¡muy serio!- me mira continuamente; ¿qué me querrá decir? Este español burgalés fue elegido en una Congregación General celebrada en Loyola, hecho único en la historia, y ocupó el cargo de 1892 a 1906.
Una de sus preocupaciones fue la de impulsar el estudio honesto de la historia de la Compañía, utilizando las fuentes documentales auténticas; para ello promovió la publicación del famoso “Monumenta Historica Societatis Iesu”; se trataba de vencer la perma-nente tentación de adoptar el estilo panegírico del que se había abusado en etapas anteriores de la historiografía jesuítica.

Precisamente una de las constantes de esta Congregación General 35 que más me impactan es la “honestidad” consigo misma de la universal Compañía aquí representada.

En todo momento se intenta evitar la autocomplacencia y se procura poner delante de los ojos tanto las luces como las sombras de nuestra situación actual, comenzando por el informe preceptivo sobre el estado de la Compañía (“de statu”), un documento importante que fue elaborado desde los mismos inicios por un grupo elegido al efecto y que fue utilizado para diseñar el perfil del nuevo general. Luces y sombras, así precisamente expresadas, aparecen también con frecuencia en los trabajos sectoriales, en los borradores de decretos o de proposiciones para el gobierno ordinario, en las discusiones de grupos específicos o en los debates plenarios en el aula.
Amamos mucho a la Compañía, ciertamente, pero sin dejar de ver que no somos perfectos, que no somos indispensables, que –como le dijo el P. General al Santo Padre en su entrevista- “la Iglesia puede existir sin la Compañía, pero la Compañía no puede existir sin la Iglesia”. Luces y sombras que reconocemos en nosotros mismos, los aquí congregados, porque no somos mejores que nuestros demás compañeros extendidos por todo el mundo.

No es, ni más ni menos, que la aplicación del examen de conciencia ignaciano recomendado en los ejercicios espirituales; damos gracias a Dios por todo el bien recibido, pedimos luz para ver con objetividad y serenidad nuestra situación, analizamos nuestras faltas (y nuestros puntos positivos), pedimos perdón y… hacemos propósito de enmienda.

Y todo esto ocurre en un contexto en el que, quizás más que en la vida ordinaria, vivimos con intensidad aquella realidad a la que se refería el primer párrafo del decreto 2 de la Congregación General 32 (1975): “¿Qué significa ser jesuita? Reconocer que uno es pecador y, sin embargo, llamado a ser compañero de Jesús, como lo fue San Ignacio”.
Quizás no venga mal recordar esto, precisamente, al comienzo de la Cuaresma.

Un Abrazo Fraterno José J. Romero Rodríguez SJ

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