martes, 24 de junio de 2008

Una Vida con Karol

Les recomiendo este libro: "UNA VIDA CON KAROL"

9788497346573_grande Su autor nada más ni nada menos que Don Stanislao Dziwisz Cardenal de Cracovia, secretario Personal durante 40 años de Juan Pablo II.

«Vendrás conmigo. Aquí podrás proseguir tus estudios y me ayudarás». Con estas palabras, el 8 de octubre de 1966, el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, le pidió a un joven sacerdote polaco que se convirtiese en su secretario privado, cargo en el que le mantuvo también tras ser elegido Pontífice.

Desde entonces, don Stanislao Dziwisz ha compartido con Juan Pablo II todos los momentos decisivos de su vida, organizando su agenda cotidiana y recibiendo sus confidencias, escuchando sus pensamientos, sus preocupaciones. En este libro, junto al periodista Gian Franco Svidercoschi, Dziwisz recorre las etapas más significativas de la vida de Karol Wojtyla: desde su labor pastoral cuando era un joven obispo hasta su elección como Pontífice en 1978; desde su apoyo al sindicato Solidaridad al atentado del que fue víctima en 1981; desde la histórica Jornada de Oración por la Paz en Asís al Jubileo del 2000. Hasta abril de 2005, la última vez en que don Stanislao «veía su rostro», antes de cubrirlo con un velo de seda blanco y aguardar a que el ataúd de ciprés fuese cerrado.

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Pero el libro también es la crónica de la vida cotidiana del Papa, de sus frecuentes viajes apostólicos al extranjero, de las largas horas que transcurría rezando, de su enfermedad, que vivió como una realidad que debía ser aceptada y mostrada a los ojos de los demás sin rubores. Como trasfondo, un escenario histórico en transformación, sacudido por sucesos como la caída del Muro de Berlín o el 11-S.
Enriquecidas por numerosos detalles inéditos sobre la vida de Wojtyla (el Concilio Vaticano II y el Cónclave de 1978; las relaciones con el régimen comunista polaco y su encuentro con el hombre que atentó contra su vida, Alí Agca), estas páginas representan un testimonio único e imprescindible para comprender plenamente la extraordinaria figura de Juan Pablo II y el profundo significado de la herencia que nos ha legado.

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Aquí una probadita del libro, para picarles:

Prefacio
Aquel velo sobre su rostro...

Era la última vez que veía su rostro...
Sí, por supuesto, lo iba a volver a ver muchas otras veces, a todas horas, todos los días. Lo iba a seguir viendo con los ojos de la fe. Y, naturalmente, lo iba a seguir viendo con los ojos del corazón, de la memoria. De la misma forma en que iba a volver a sentir su presencia, aunque fuera de manera muy distinta a la que estaba acostumbrado.
Pero aquélla era la última vez que veía su rostro, cómo decirlo, físicamente. Humanamente. La última vez que veía al hombre que había sido como un padre y un maestro para mí. La última vez que veía su cuerpo, sus manos, pero, sobre todo, que veía su rostro. Y el rostro me recordaba su mirada, porque la mirada era lo primero que te impresionaba de él.
Por eso quería que aquel instante no se acabase nunca. Lo hacía todo muy lentamente, para alargar cada segundo, para prolongarlo hasta el infinito.
Hasta que, llegados a un cierto punto, noté que alguien tenía clavada su mirada sobre mí. Y entonces comprendí. Mi deber era...
Cogí aquel velo blanco y se lo coloqué, muy, muy despacio, sobre el rostro. Casi me daba miedo hacerle daño, como si aquel trozo de seda pudiese resultarle pesado, molestarle...
Por suerte, vinieron en mi ayuda las palabras.
Él estaba ya en la casa del Padre, podía al fin mirarle a los ojos. Su aventura terrenal había llegado a puerto.
Y, así, yo también me uní a las palabras de aquella plegaria. Y mientras rezaba, comencé a recordar. A revivir los cuarenta años que yo, un hombre insignificante, tocado por el , transcurrí junto a él, junto a Karol Wojtyla.
Hay una imagen de Karol Wojtyla que, más que otras, se ha quedado impresa en mis ojos y en mi corazón. Es la de su primer regreso, siendo ya Papa, a Polonia, en junio de 1979, y, en particular, la de su encuentro con los estudiantes universitarios.
Aquella mañana, con el Vístula al fondo y los primeros rayos de sol despuntando tímidamente, Varsovia estaba dulcísima. En cuanto el Papa empezó a hablar, la emoción nos embargó a todos. Cuando terminó, aquellos miles de jóvenes, como respondiendo al unísono a una orden dada, alzaron simultáneamente hacia Wojtyla las pequeñas cruces de madera que sostenían en las manos.
Entonces sólo capté el político que presagiaba aquel gesto. Comprendí que las nuevas generaciones polacas estaban vacunadas contra el comunismo y que, muy pronto, el país iba a verse sacudido por un terremoto.
Pero en aquel mar de cruces latía el germen de algo mucho más grande que una revolución popular. Latía un del que yo, entonces, no era aún plenamente consciente. Y que, en cambio, redescubrí veintisiete años después entre el interminable gentío que iba a darle su último adiós a Juan Pablo II.
De hecho, creo que era allí donde estaba el sentido profundo, y visible, de su herencia. Karol Wojtyla nos ha mostrado el rostro de Dios, el rostro humano de Dios, de la Encarnación. Es decir, ha sabido ser intérprete e instrumento de la paternidad divina.
Consiguiendo atenuar las distancias entre cielo y tierra, entre trascendencia e inmanencia. Y poniendo los cimientos de una nueva espiritualidad, de una nueva forma de vivir la fe en la sociedad moderna.
En aquella multitud latía el junto al que don Stanislao ha vivido durante cuarenta años. Y que ahora —él como testigo y yo como narrador— intentaremos, si no desvelar, sí al menos relatar.

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